jueves, 14 de septiembre de 2006

Cinco años y tres días después

Llegó tres días tarde al quinto aniversario de los atentados terroristas que sacudieron a Estados Unidos en septiembre de 2001. Como el cinéfilo que no va a un estreno para evitar a las multitudes, me dispuse a esquivar la fecha trágica y, con más calma, entrar al auditorio vacío para entregarme al ejercicio de la contemplación.
¿Dónde estabas el 11 de septiembre de 2001? O, mejor dicho, ¿eres o no parte de la historia?
Como otros eventos de amplio efecto social – como los terremotos en la Ciudad de México en 1985 – la politización de los ataques terroristas ha levantado un manto nebuloso sobre los eventos de ese día, una barrera que incluso para quienes estuvimos ahí – cerca – ha opacado la memoria.
Porque, más que un evento mundial o nacional, he tratado de entender este hito como un asunto de individuos, aun cuando el gobierno estadounidense ha secuestrado el suceso histórico para convertirlo en punto de lanza de una política global predeterminada. Lo ha capturado y en su nombre ha justificado medidas que, bajo otras circunstancias, difícilmente hubieran tenido el apoyo de la población. Algo que fue evidente desde las 9:04 AM de ese martes hace cinco años fue que este país ya no sería el mismo – o que sería más igual que antes. Más parecido al EEUU de los años 50 que al país de tan sólo años antes, el de la exuberancia y el optimismo desenfrenado de los 90.
Llegué a Nueva York el 13 de agosto de 1999. Entre mis frívolas observaciones de la ciudad que sería mi hogar por casi cinco años noté que esas Navidades, previas al muy esperado cambio de milenio, la gente compraba sin moderación ni restricciones. Tiempo después conocí un indicador económico que mide la confianza del consumidor, medida que en la recesión del 2002 fue importante porque gracias al consumo de las personas la economía del país no se hundió todavía más. No he revisado las cifras de confianza del invierno del 99, pero mi ojo poco educado me dice que el neoyorquino, como dicen, se sentía en la cumbre del mundo.
El estallido de la burbuja de Internet fue un primer aviso de lo endeble que era ese optimismo – asunto que sería imprudente vincular al 9/11. Sin embargo, para septiembre de ese año los niveles de empleo y los niveles económicos iban a la baja. ¿Hubiera habido una recesión económica sin los eventos terroristas? No tengo la menor idea, pero juntos, los problemas económicos y la nueva y desconocida sensación de vulnerabilidad crearon un ambiente de desconfianza, fatalismo y temor que contrastaba drásticamente con esa efervescencia de unos meses antes.
Pero hay un momento muy singular del que poco se ha hablado: la noche del 11 de septiembre en la isla de Manhattan. Porque otra cosa que noté al llegar fue que, efectivamente, es una ciudad que nunca duerme. Y que nunca calla. Como pocas otras ciudades que conozco, Nueva York no se queda afuera incluso después de cerrar la puerta con llave. Es una urbe que penetra todas las rendijas y todos los poros. Cuando te mudas ahí, la ciudad se vuelve en indiscutible protagonista de tu vida. Y cuando más alto estaba ese protagonismo –- fresca la herida -- la forma en que decidió manifestarse fue con el silencio. Mientras los aparatos de televisión repetían una y otra vez el choque y el estallido de los aviones en el costado de la torre norte y el derrumbe de ambos rascacielos, la ciudad estaba pasmada, en estado literal de shock. Una vez que apagué mi televisor, como a las 11 PM del martes 11 de septiembre, el silencio sepulcral de la ciudad se metió hasta por los huesos. Era un silencio aterrador. La parada de autobús que nos arrullaba todas las noches estaba desierta. Nuestros cachondos vecinos no hicieron el amor esa noche. No se oía tráfico. Solo un lejano murmullo de sirenas que, como sollozo de niño, recordaban el dolor colectivo.
Porque aunque para esa hora nadie pensaba que el 12 de septiembre fuera a darse otro atentado de la misma magnitud, los habitantes de la ciudad hacían un ejercicio de conciencia para tener claro, al día siguiente, cuál había sido su papel en la historia.
¿Dónde estabas el 11 de septiembre de 2001?
Ni en las trincheras, ni en la grilla, ni en protestas. Lo más probable es que al amanecer CNN estuviera repasando la noticia de la practicante de un senador en Washington que llevaba varios días desaparecida. El WSJ, probablemente, estaría con su cobertura de los escándalos contables en Enron y Worldcom. Yo me estaba bañando después de mi ejercicio matutino. Ni siquiera estaba muy dispuesto a creer que un atentado así fuera posible. Cuando esa mañana, como a las 10.30, llegué hasta el sur de la ciudad, me negué a aceptar que las torres se habían derrumbado. Que no había nada ya detrás de enorme cortina de humo, polvo y escombros. Que lo que habría ahí, por lo próximos cinco años, sería el epicentro del día en que los estadounidenses perdieron la inocencia. El día en que pusieron en manos del gobierno su libertad para que les devolviera la confianza, la seguridad y el optimismo.
Seguimos esperando.

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